Querida incertidumbre: te dejo las llaves de casa arriba de la mesa.
Si total ya entraste sin permiso. Te acomodaste cómoda en el sillón, prendés la tele y solo escuchamos hablar de vos. Me perseguís por toda la casa. Hasta cuando abro la heladera siento que me respirás al oído, mientras resuelvo si preparo o no las viandas del cole para el otro día (¿?).
Yo sé que siempre estuviste ahí. O sea: no sos nada nuevo. No te la creas tanto. Pero lo cierto es que sabíamos convivir más o menos bien con vos. Hasta ahora, aún suponiendo que podías aparecer de repente, nos animábamos a proyectar, a armar viajes, a pensar negocios, y hasta podíamos diseñar tranquilas el horario semanal (algo tan b á s i c o).
Pero hoy ni eso, querida mía. Confirmaste una certeza. Sí, UNA CERTEZA. Qué ironía. Que de verdad no sabemos lo que va a pasar mañana.
Por momentos abro todas las ventanas. Lo hago por el covid. Pero también porque necesito ventilarme de vos. Es que te pones intensa.
El otro día una psicóloga me decía que sos uno de los estresores más fuertes de la humanidad. Sí, vos con esa idea que nos metés en la cabeza de que todo puede desmoronarse en poco tiempo. De que todo -o nada- puede pasar. Porque al fin y al cabo, no sabemos.
Pero bueno. Como te decía, vení ponete cómoda. Te doy las llaves de casa, porque a lo mejor no nos quede otra que hacerte lugar. Y no me estoy resignando. Trato de aceptarte para poder bancar el cambio constante. Y tal vez tener(te) más paciencia. Para que mi casa, mi templo más sagrado, sea cada día más, "donde el alma sonría" (como dice mi llavero). Ése es hoy mi gran deseo. Y desafío. Sí, que así sea.
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